Cuando desde los organismos públicos se ha empuñado el martillo de las ciudades inteligentes, todos los municipios se tornan repentinamente clavos. Lo mismo sucede ahora con la inteligencia artificial o los incipientes metaversos públicos: «hay dinero, vamos a ver en qué lo gastamos», parece leerse entre líneas. Es una enfermedad común creer que la tecnología ha de estar presente en toda iniciativa humana, que cualquier problema mejora con tecnología.
Quizás por eso vivimos en esa era de la sobreingeniería constante. Lo hemos visto en Alcantarilla, en Lepe y en decenas de ayuntamientos cegados por el sueño de erigir su imposible «Amazon local» y lo volvemos a ver ahora en Navarra: gestores locales enfermos de tecnosolucionismo.
La historia de la tecnología es una de prueba y error. Sus arcenes están colmados de cadáveres: del vídeo Betamax al CD-i, las páginas WAP o las gafas Google Glass. Y, sin embargo, cuando hablamos de políticas públicas parece que se olvida que la tecnología es tanto una oportunidad como una responsabilidad.
Slow tech es asumir que simplemente no hace falta cabalgar cada nueva ola tecnológica que llega a estas orillas. Como país, simplemente no necesitamos subirnos a cada nuevo tren. Todos prometen ser the next big thing —como se dice con ansiedad en el sector— pero muchos tienen incierto destino y algunos descarrilan.
Contrariamente a lo mil veces repetido, la tecnología, en el fondo, penetra despacio. Y advenimientos aparentemente actuales como la realidad virtual hunden sus raíces décadas atrás. Sin embargo, las políticas públicas de digitalización parecen instaladas en la ansiedad de llegar antes que nadie.
De dramas como Smart Turismo Lepe o cuestionables aventuras como el metaverso del Gobierno de Navarra nuestros gestores públicos deberían extraer algunas lecciones colectivas. La primera es que las inversiones TIC que no resuelven el problema de nadie, a nadie le importan. Solo así se entiende que durante cuatro años nadie en Lepe se hubiera dado cuenta de los flagrantes defectos de un proyecto que anunciaron como «imprescindible»: una oferta turística invisible en internet, un directorio de hostelería que no funciona, una app que nadie descarga… Smart Turismo Lepe ha sido un fracaso porque no surge de las necesidades reales del tejido económico de la ciudad y sus vecinos, sino de un despacho en Madrid con 13,1 millones de euros que necesita invertir.
El segundo aprendizaje: una iniciativa de digitalización es una responsabilidad que mantener en el tiempo. Los proyectos tecnológicos tienen un ciclo de vida. Y la vida de la «ciudad inteligente» de Alcantarilla o de Lepe terminó tan pronto como concluyó el convenio o se agotó la subvención, pero las apps de estos proyectos fallidos siguen en línea: siguen publicadas —rotas o desfasadas— provocando frustración en quien los encuentra y una mala imagen de las poblaciones a las que dicen servir.
En tercer lugar: el modelo de desarrollo de estos servicios públicos digitales es dañino para la industria española del software. Proyectos que podrían ser acometidos por empresas locales, solo son atractivos para consultoras clásicas máster en burocracia. Porque el organismo público que articula esta convocatoria erige una barrera de entrada que impide a muchas pymes y micropymes participar de estos contratos.
El alud de trámites, los riesgos comerciales o la descarga en el proveedor de todas las responsabilidades simplemente excluyen a muchas microempresas locales perfectamente válidas de acceder a estas convocatorias públicas, con las que podrían desarrollarse y crecer. No se prima la excelencia tecnológica, sino en redactar ofertas, ganar concursos y superar la gymkana del proceso administrativo. ¿Y la solución que llega desde estos mismos poderes públicos? Crear un observatorio.
A nivel estatal, es preciso reinventar el modelo de desarrollo de los servicios públicos digitales, especialmente de la administración electrónica. Desburocratizarlo y hacerlo atractivo para las pequeñas y medianas empresas que pueden imprimir ritmos y visiones nuevas. Es un esfuerzo ingente, que ha de implicar a las comunidades autónomas y dejar paso a liderazgos nuevos entre los servidores públicos. Y en los municipios, promover una cultura slow tech: soluciones mínimas y eficientes con la menor complejidad posible.
En resumen, las políticas públicas de digitalización no pueden correr al ritmo frenético del cuadrante mágico de Gartner. Ayer «smart city con realidad aumentada», hoy «metaverso con gobernanza multinivel y multidimensión» y mañana quién sabe qué lisérgica ocurrencia.
Slow tech es asumir que la historia de la tecnología es prueba y error, y minimizar la exposición de las inversiones públicas a este riesgo. Es renunciar a subirse a cada nuevo tren que promete el futuro. Es the joy of missing out y es decir «no» a muchas cosas para poder decir «sí» a las que de verdad importan.
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